Francia busca reconciliarse con África al asumir su parte de responsabilidad en el genocidio tutsi
- HECHOS. Tras la publicación de sendos informes de investigación encargados respectivamente por Francia y Ruanda, el presidente Macron asume en un discurso histórico la responsabilidad de Francia por ponerse «del lado de un régimen genocida», aunque sin admitir ninguna complicidad de sus tropas en las masacres.
- RELEVANCIA. El reconocimiento se enmarca en los esfuerzos de reconciliación de ambos países tras más de 30 años de disputas diplomáticas y judiciales con relación al verdadero rol de Francia en las masacres en que 800.000 personas fueron asesinadas.
- PROSPECTIVA. La asunción de responsabilidad y la recuperación de las relaciones diplomáticas con Kigali se inscribe en la más amplia política de impulso de los lazos africanos impulsada desde el Elíseo. Desde su llegada al poder, Macron ha puesto en marcha una estrategia muy clara con la que pretende superar el concepto de Françafrique, fomentando un nuevo estilo de relaciones con el continente africano que le permita hacer frente a la creciente presencia rusa, turca y china sobre el terreno.
Este mes de julio se cumplen 27 años del final del genocidio tutsi en el que murieron asesinados 800.000 ruandeses, entre tutsis, twas y hutus moderados. El pasado 27 de mayo el presidente francés Emmanuel Macron pronunciaba un esperado discurso ante el Memorial del Genocidio en Kigali, asumiendo la responsabilidad del Estado francés por su rol en los actos genocidas de 1994.
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Mediante este discurso, Macron pretende poner fin a más de tres décadas de polémica sobre la verdadera participación de Francia en el genocidio tutsi y sus actos preparatorios, que incluso derivó por momentos en la ruptura de relaciones diplomáticas. No en vano, desde el comienzo de su mandato el presidente manifestó su deseo de clarificar de una vez por todas el papel de París en las masacres y la necesidad de reconciliación entre los dos países.
Contexto de la catástrofe
Ruanda se asienta sobre un pequeño territorio (26.338 km2, poco más grande que Macedonia del Norte) sometido durante décadas a la administración colonial europea. Inicialmente atribuido a Alemania en la Conferencia de Berlín de 1886, tras la Primera Guerra Mundial quedó finalmente bajo el control de Bélgica. Siguiendo las prácticas llevadas a cabo en otros territorios como el Congo, Bruselas favoreció una diferenciación de la población nativa en función de su etnia: hutus (80%), tutsis y twas. Así, decidió confiar la gestión del país a la minoritaria élite tutsi, heredera de los antiguos reinos precoloniales.
Sin embargo, en la década de los 50 del siglo pasado los dirigentes tutsis empezaron a reivindicar cada vez con mayor fuerza la descolonización y el inicio de un proceso de independencia, frente a lo que Bruselas decidió invertir la balanza y comenzó a apoyar a la mayoría hutu. Tras varios años de revueltas, la metrópoli finalmente claudicaba y concedía la independencia, marcada por la muerte del rey tutsi Mutara III y la llegada al poder de los hutus en 1961. A partir de ese momento se inician las primeras masacres -que se repetirían en las décadas de los 60 y 70- y la huida masiva de más de la mitad de los tutsis, que se vieron obligados a refugiarse en los recién independizados países del entorno: Uganda, Tanzania, Burundi y Zaire (hoy República Democrática del Congo).
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Tal rechazo impulsó a los refugiados a plantear la acción bélica como único medio para retornar a sus tierras de origen. Muchos de ellos se habían integrado en el NRA (National Resistance Army) de Museveni que puso fin al régimen de Obote en Uganda y tras su llegada al poder habían permanecido en el mismo como mandos intermedios. Sobre esta base se crea en 1987 el Frente Patriótico Ruandés (FPR) que aglutinaba principalmente a tutsis y hutus moderados en el exilio. En octubre de 1990 el FPR decide pasar a la ofensiva y lanza un ataque por el norte con miles de soldados.
La implicación francesa
Francia se compromete con Ruanda prácticamente desde el momento mismo de su independencia. Pese a no tratarse de una ex colonia, París consideraba a Kigali un bastión de la francofonía en una región mayoritariamente sujeta a la influencia de otras potencias, especialmente el Reino Unido o Alemania. Es por esta razón que Francia concibe a Ruanda como parte de la denominada «Françafrique», esto es, países en su órbita por haber sido ex colonias o enclaves esenciales para el desarrollo de una influencia poscolonial, a los que prometía protección militar e inversión económica a cambio de un apoyo de la política de París en los foros internacionales así como un acceso prioritario a los recursos para las empresas francesas.
En el caso de Ruanda, se firmaron entre ambas capitales acuerdos que incluían la cooperación en diversos ámbitos y muy especialmente en el de la formación de las fuerzas armadas. La relación se reforzó ampliamente con la proclamación del presidente François Mitterrand, quien pese a su declarada política de terminación con la época colonial deseaba privilegiar una relación estratégica con los países de la Françafrique. Así, durante la cumbre francoafricana de La Boule de 1990, el presidente francés prometía incrementar la cooperación (incluida la militar) con aquellos países que avanzasen hacia formas democráticas de gobierno. Ese compromiso y la amistad personal de Mitterrand con JH es lo que derivó finalmente en el apoyo de Francia cuando el FPR ataca el norte en octubre de 1990.
Aunque el objetivo del Elíseo entonces con la bautizada como Operación Noroît era oficialmente proteger a los nacionales franceses, de facto el resultado fue la defensa del régimen de JH al causar un efecto disuasorio sobre los mandos del FPR. Interrumpido el avance frontista y finalizada la contienda de octubre, el Almirante Lanxade (que formaba parte del Estado Mayor Particular de Mitterrand) aconsejó retirar las tropas a fin de que Francia no pareciese «muy implicada en el sostenimiento de las fuerzas ruandesas si se producen abusos graves hacia la población». Sin embargo, Mitterrand rechaza la propuesta y mantiene un contingente importante sobre el país, además de continuar el aprovisionamiento de material militar.
Como se ha revelado después, durante la ofensiva de octubre y a partir de enero de 1991 comienzan a producirse las primeras masacres de tutsis. En efecto, el temor de la población hutu ante el retorno de los dirigentes tutsis, considerados como elementos extranjeros -en algunos informes franceses dirigidos desde el terreno se insistía en el término «ugando-tutsis» pues así eran percibidos por la población hutu por influencia del gobierno de JH y los partidos hutus radicales- y el odio racista propagado por los medios oficiales fueron los detonantes de las primeras matanzas de tutsis en el interior del país.
Sin embargo, la frágil paz duraría pocos meses. El 6 de abril de 1994, el avión en que viajaban JH y el presidente de Burundi -también hutu- Cyprien Ntaryamira fue derribado cuando ambos regresaban de mantener en Dar es Salaam reuniones relativas al cumplimiento de los Acuerdos de Arusha. El magnicidio desencadena la catástrofe: la Guardia Presidencial, integrada por numerosos extremistas hutus, asesina a la primera ministra y a los soldados belgas que la protegían. Se forma entonces un gobierno interino compuesto por representantes de todos los partidos hutus, aunque de facto el poder lo ejercen miembros de Akazu -círculo primero de poder hutu, profundamente racistas- que durante el gobierno de JH ya habían acaparado los puestos importantes de la administración. A partir de entonces, las milicias extremistas hutu, armadas por el ejército en los meses anteriores, se lanzan a una vorágine genocida que en cuestión de 100 días acabaría con la vida de 800.000 personas, entre tutsis, twas y hutus moderados.
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Dos informes para esclarecer la participación
En abril de 2019, coincidiendo con el 25 aniversario del genocidio, el presidente Emmanuel Macron encargó a Vincent Duclert, investigador y profesor en el reputado centro universitario SciencesPo, la formación de una comisión de investigación cuyo cometido sería analizar todos los archivos franceses disponibles sobre Ruanda a fin de esclarecer de una vez por todas la participación del Hexágono en el genocidio tutsi. Con ello pretendía dar cumplimiento al compromiso adquirido con el presidente Paul Kagame en 2018 durante una visita de éste a París.
En primer lugar, explica que las decisiones sobre la participación francesa en Ruanda entre 1990 y 1993 son adoptadas personalmente por el presidente Mitterrand y su Estado Mayor Particular. De esta forma, aunque se reiteraron por parte de París las exigencias de avances democráticos, lo cierto es que las peticiones de apoyo del presidente JH frente a los ataques del FPR se responden y tratan siempre con urgencia y de forma prioritaria.
Según el informe, además de la «relación fuerte, personal y directa» reconocida entre ambos presidentes, hubo tres razones que explicarían la política de apoyo ejecutada por Mitterrand:
(i) En primer lugar, la presión del FPR y el temor a la caída del Estado ruandés en una dictadura de la minoría tutsi, así como el mantenimiento de las promesas de defensa realizadas a otros aliados africanos en un contexto de creciente influencia de otras potencias. Ambos factores generaron una urgencia que evitó que París pudiera reflexionar sobre una política alternativa, al menos hasta la llegada de la cohabitación con Balladur en 1993.
(ii) En segundo lugar, la concepción de agresión exterior, por la que se revestía al FPR de naturaleza «ugando-tutsi», de manera que podía defenderse más fácilmente la legitimidad del suministro de armas al régimen de cara a la opinión internacional e interna francesa.
(iii) Finalmente, la defensa de la francofonía y de la influencia francesa en un territorio que ni siquiera había sido colonia y en una región mayoritariamente anglófona, convirtiendo a Ruanda en el «laboratorio de una acción francesa a la vez eficaz y discreta ».
El informe concluye en todo caso que no existió, pues nada permite acreditar lo contrario, complicidad en la catástrofe por parte de Francia, si por tal se entiende «la voluntad de asociarse al propósito genocida».
Sin embargo, tras analizar exhaustivamente los hechos, la comisión afirma que Francia incurrió en determinados comportamientos reprochables:
1. Haberse colocado del lado de un régimen que promovía masacres racistas;
2. Permanecer ciega frente a la preparación de un genocidio por parte de los elementos más radicales del régimen;
3. Adoptar una lógica binaria de amigo hutu contra enemigo ugando-tutsi; y
4. Tardar mucho en romper con el régimen interino una vez comenzado el genocidio y mantener al FPR como su principal preocupación.
Dichos comportamientos hicieron que Francia incurriese en lo que el informe califica de «responsabilidades abrumadoras», que son eminentemente y en primer lugar políticas, derivadas de su «ceguera frente a un régimen corrompido, racista y violento» que no adoptó paso alguno hacia la democracia como esperaba París y de la indiferencia frente a las denuncias de ministros, parlamentarios, instituciones y altos funcionarios franceses sobre lo que estaba sucediendo.
Pero el informe también deduce de su investigación otros tipos de responsabilidades incurridas por París, que se encadenan unas con otras y que califica como institucionales (se acreditan prácticas irregulares de la administración, canales paralelos de comunicación y de mando, actos de intimidación y decisiones opacas), intelectuales (la administración se dejó llevar por una lectura etnicista que no se correspondía con la realidad), éticas (la verdad de los hechos es degradada a favor de las construcciones ideológicas y se adoptan decisiones aun cuando se disponía de la información contraria), cognitivas (derivadas de la incapacidad mental de pensar en el genocidio en su verdadera definición y distinguirlo de las masacres masivas) y, finalmente, morales (cuestionamiento de los valores universales cuando se está ante la preparación y ejecución de un genocidio).
La réplica de Ruanda: el Informe Muse
Paralelamente a los trabajos de la comisión Duclert, el gobierno ruandés de Paul Kagame encargaba a un despacho de abogados norteamericano -concretamente a uno de sus socios, Robert F. Muse- la realización de una investigación que desentrañara la verdadera participación de Francia en el genocidio tras varios años de desencuentros entre ambos países.
Una primera versión de dicho informe había visto la luz ya en 2017, generando gran polémica al concluir que las fuerzas francesas brindaron apoyo estratégico y militar a los genocidas, les proporcionaron armamento a pesar de conocer las masacres desde 1990 y les dieron cobertura bajo el paraguas de una misión humanitaria de la ONU en los últimos momentos del genocidio.
Así, a diferencia de aquel, al que acusa de proclamar responsabilidades abstractas, concluye que Francia incurrió en una «pesada responsabilidad» por haber hecho posible un «genocidio previsible». De este modo, disiente de la supuesta «ceguera» del Estado francés ante el genocidio, pues su conocimiento de las graves masacres cometidas con anterioridad por el régimen de JH así como la «continua deshumanización» de los tutsis llevada a cabo por medios cercanos al régimen (como la ‘Radio de las Mil Colinas’), unido a las advertencias diplomáticas y demás información que llegaba desde Ruanda, acreditaban -a juicio del informe- que París estaba en disposición de conocer que un genocidio era previsible, por lo que «el Estado francés no podía ser ni ciego ni inconsciente».
Por último, el Informe Muse denuncia lo que considera una «operación de camuflaje» durante los 25 años posteriores al genocidio, en los que el Estado francés mantuvo una «lógica de obstrucción» de cualquier actividad investigadora destinada a clarificar su rol en los hechos. No en vano, afirma que se realizaron tres peticiones de acceso a determinados archivos en 2019, 2020 y 2021, de las que Francia acusó recibo pero no se proporcionó respuesta.
Las difíciles relaciones París-Kigali
Ya en 1994, en los meses posteriores a la catástrofe, el FPR acusó a París de ser cómplice del genocidio, razón por la que Ruanda no fue invitada a la cumbre franco-africana de Biarritz de noviembre de ese año, aparentemente por decisión expresa del presidente Mitterrand.
La Misión de Investigación Parlamentaria constituida en la Asamblea Nacional en 1998 no consiguió aplacar las hostilidades, pues proclamó que aunque la intervención francesa bajo el paraguas ONU llegó tarde, Francia no tuvo ninguna participación en el genocidio y además asumió el liderazgo en la reacción internacional al desplegar la operación Turquesa.
Años después, en 2006, se iniciaba en Francia la instrucción judicial sobre el ataque al avión presidencial de JH, en la que se encausaba a diversos líderes ruandeses del entorno del presidente Kagame. Ello causó la ruptura de las relaciones diplomáticas entre ambos países hasta 2009.
En 2010 se producía un intento de reconciliación con la visita de Nicolas Sarkozy al Memorial del Genocidio, coincidiendo con las declaraciones de reconocimiento por parte de EE.UU., Bélgica o la ONU sobre su responsabilidad por la inacción protagonizada durante los meses de las masacres. Sin embargo, el presidente Sarkozy no llega entonces a pedir perdón ni a reconocer responsabilidad alguna, más allá de «errores políticos» y de «una forma de ceguera».
Otra de las grandes reivindicaciones de Kigali ha sido la inacción de París en la persecución y enjuiciamiento, o la extradición, de los líderes genocidas huidos a Francia. En 2013 se creó una unidad especial para investigar los crímenes cometidos por ruandeses residentes en el Hexágono, pero hasta el momento solo se ha procesado a unos pocos de la treintena que reclama Ruanda. El gobierno ruandés acusa además a Francia de impedir la investigación de sus nacionales, pues no solo no ha respondido a las peticiones de interrogar a 22 mandos militares, sino que sus tribunales han cerrado cualquier intento de encausamiento de 2 altos mandos.
En 2017 se reaviva la polémica, cuando el medio Revue XXI afirmaba, en un artículo firmado por Patrick de Saint-Exupery, que las autoridades francesas dieron orden de rearmar a los responsables de las masacres que atravesaban la frontera con Zaire en el marco de la Operación Turquesa, de forma consciente y violando así el embargo de la ONU.
Prospectiva. Los esfuerzos de Macron por superar la Françafrique
La llegada al poder del joven mandatario francés ha marcado un claro punto de inflexión en las relaciones entre Francia y Ruanda. Ciertamente, el archivo en 2018 de las actuaciones por el asesinato de JH frente a siete militantes del FPR comenzó a allanar el camino de la reconciliación. Ese mismo año, Macron ofrecía otro importante gesto al apoyar la elección de una ruandesa como máxima dirigente de la Organización Internacional de la Francofonía, aspecto que le valió fuertes críticas internas por ser Ruanda un país que prioriza la enseñanza en inglés. La posterior presentación este año del informe Duclert y, especialmente, el solemne discurso de asunción de responsabilidades pronunciado ante el Memorial del Genocidio parecen haber puesto punto final al espinoso asunto, pues el propio presidente Kagame se ha dado por satisfecho a pesar de las «ligeras divergencias» entre los dos informes y, no en vano, calificó el discurso de Macron como «un inmenso acto de valentía».
Los esfuerzos de reconciliación con Kigali se enmarcan en una estrategia más amplia impulsada desde el Elíseo, que pretende inaugurar una nueva manera de relacionarse con el continente africano. Así, el plan de Macron -como ya lo había sido de sus antecesores Hollande y Sarkozy- busca superar el tradicional concepto de «Françafrique», entendido como la práctica neocolonialista de aprovechamiento de las dinámicas extractivas llevada a cabo desde París a través de la instrumentalización de la relación con los líderes -normalmente dictadores y autócratas- de las antiguas colonias y otros territorios de influencia.
El propio Macron proclamaba en su extenso discurso de noviembre de 2017 en la Universidad de Uagadugú (Burkina Faso) que «ya no hay una política africana de Francia», dejando clara su voluntad de ruptura con el denostado concepto. Sin embargo, algunos analistas resaltan las dificultades a las que se enfrentará el presidente para deshacerse de un fenómeno de profundas raíces y que implica una resistente red de intereses económicos tejida entre las grandes familias industriales y los propios jefes de Estado autócratas africanos, por lo que creen que la iniciativa puede convertirse en una verdadera «trampa africana» para el presidente, especialmente de cara a su eventual reelección en 2022.
Lo que es cierto es que las prácticas vinculadas a la Françafrique (apoyo a los autócratas y a los regímenes represivos en pos de un beneficio político y económico para París) han generado en las excolonias, especialmente entre sus sociedades civiles, un sentimiento cuanto menos de desconexión y un grave deterioro de la imagen francesa, de forma que el Hexágono observa como en los últimos años está perdiendo su tradicional posición a lo largo de toda África, tanto en el terreno económico (donde las empresas francesas ya no son siempre las prioritarias, como sucede por ejemplo en el sector minero en favor de empresas canadienses o australianas) como en el campo de la influencia geopolítica, en el que China y Rusia están penetrando a pasos agigantados a través de sus suministros ilimitados de capitales y recursos militares.
En este sentido, el presidente se enfrenta a una clara disyuntiva: por un lado, privilegiar la relación con las sociedades civiles y los nuevos hombres de negocios, fomentando la creación de partenariados y el impulso del desarrollo democrático y en libertades de dichos países; por el otro, dejarse llevar por una «realpolitik» que le obliga a seguir apoyando a regímenes autocráticos (como los de Chad, Malí, Togo, Nigeria, Camerún, República del Congo o Yibuti) en pos de objetivos apremiantes como la lucha contra el terrorismo (especialmente en el Sahel y África central) o la limitación de la pujante influencia de Moscú y Pekín (y últimamente Ankara) sobre el terreno.
Aunque de momento parece incapaz de abandonar totalmente la segunda opción, el presidente se encuentra claramente inclinado a potenciar por todos los medios la primera vía, apoyándose en una política de gestos tan significativos como la asunción de responsabilidades por el genocidio tutsi. Así, en los últimos meses ha impulsado la apertura de archivos para el esclarecimiento de la muerte del presidente burkinés Thomas Sankara (el llamado «Ché Guevara africano») o la formación de una comisión de memoria sobre la guerra de Argelia (que ya emitió un primer informe el pasado enero). Además, ha fomentado la restitución del patrimonio cultural a ciertos países africanos (como la reciente devolución de distintas piezas a Benín o el préstamo de larga duración concedido a Senegal sobre una espada histórica).
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En el plano económico, ha impulsado movimientos claros como la organización de una cumbre para la financiación de África post-COVID el pasado mes de mayo (que reunió en París a una treintena de líderes africanos, europeos, del G7, G20 e instituciones internacionales), se ha mostrado abierto a la reforma del franco CFA (dos monedas utilizadas en 14 países africanos y vinculadas de forma fija al euro mediante una garantía del Tesoro francés), y ha financiado la iniciativa «Digital Africa» como plataforma de desarrollo tecnológico y para la digitalización del continente.
Resta por ver, por tanto, si esta política de gestos del presidente Macron será suficiente para superar el pasado en un continente receloso tras muchos años de colonialismo y poscolonialismo francés. Habrá que comprobar si, finalmente, los africanos siguen los pasos del líder ruandés Kagame y ofrecen a la ex metrópoli su pretendida redención, comenzando así una nueva era de relaciones franco-africanas. Pues como pronunciaba Macron ante el Memorial del Genocidio: «Sólo aquellos que han atravesado la noche pueden, quizás, perdonar, concedernos el perdón».
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