Opinión: Quo vadis, USA? Covfefe

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Vaya por delante que quien suscribe estas líneas está muy lejos de ser un experto en la política o la sociedad estadounidense. Sin embargo, como cualquier espectador de los nefastos acontecimientos, uno se siente legitimado para realizar una modesta reflexión sobre lo sucedido en los últimos días en la primera democracia del mundo, cuando se vislumbra ya el fin de la turbulenta presidencia de Donald J. Trump. 

Lo cierto es que las imágenes del asalto al Capitolio son absolutamente merecedoras de los múltiples análisis que han recorrido las cabeceras de prensa de todo el mundo. Nadie, ni siquiera los mayores conocedores de la actualidad y la historia reciente estadounidense, podría haber imaginado semejante violación de la sede de la soberanía popular por una turba enfurecida en defensa del presidente saliente. 

Las numerosas retransmisiones, tanto profesionales como de los propios protagonistas, que no cesan de aparecer y que muestran desde distintos ángulos, por ejemplo, la muerte de una de las asaltantes, nos parecen propias de una película o serie de acción, y parece increíble que recojan la realidad de esa infame tarde. Es precisamente la observación detenida de dichas imágenes lo que más nos perturba: mirar las caras de los congregados, su apariencia, su aspecto iracundo y exaltado, cubiertos de gorras rojas, chalecos y prendas militares, sudaderas con mensajes de todo tipo, gafas protectoras, crucifijos y hasta cuernos de bisonte, y sobre todo banderas -muchas banderas- estadounidenses.

La pregunta obligada al escudriñar las fotografías es: ¿cómo puede degenerar tanto una sociedad como para que tales masas rabiosas estén dispuestas a asaltar el edificio en que se encuentran sus representantes políticos? A la fuerza, la razón será la misma que aupó a la presidencia del país más poderoso del mundo a un outsider que renegaba de la política y de las instituciones, que ha generado polémica allá por donde pasaba y gobernado a golpe de tweet. 

Y como en todo, probablemente la raíz no será una sola, sino que el suceso parece responder a una multiplicidad de causas que no son precisamente recientes. Se trataría, a juicio de los entendidos, de una combinación de manipulación continuada, extrema polarización política, fervor religioso, desesperación y hastío por una clase política que estiman incapaz de resolver los problemas y acusan de cómplice de estafa electoral. A esa receta contribuiría además una sociedad profundamente individualista, sometida a una constante búsqueda del sueño americano que obliga a triunfar a toda costa por los propios medios, y que conduce irremediablemente a aquellos que no lo consiguen a buscar la auto-realización a través de comunidades con ideales de camaradería, aunque sus medios hayan sido en algunos casos la exclusión del diferente -normalmente, población de color o inmigrante- o la denuncia de diabólicas conspiraciones. 

Por otro lado, a la vista de las imágenes del Capitolio, no debe olvidarse otro elemento esencial de lo sucedido: la búsqueda de la aceptación del entorno presumiendo de algo de forma gráfica. En otras palabras, hay algo del postureo más básico. Si se observan bien las fotografías del asalto, se aprecia que la inmensa mayoría de los alborotadores no se dedican a un objetivo concreto, ni realizan reivindicación política alguna más allá de corear el famoso “U.S.A.” o los eslóganes sobre el supuesto robo de las elecciones. Muy al contrario, prácticamente todos ellos se conducen por el interior del inmueble móvil en mano, grabando sin cesar los disturbios sí, pero también sin parar de hacerse selfies de dudoso gusto destinadas, de forma obvia, a su compartición en redes sociales para el deleite -y like masivo - de conocidos y parientes en sus lugares de origen. De este modo, a su retorno se convertirán en los héroes que tomaron el Capitolio, y podrán presumir durante años de su participación en uno de los sucesos más graves sufridos por su democracia. Y si no, cuanto menos, de su “turística” visita a los pasillos del Capitolio.    

Supuestamente, como han sostenido estos días los Demócratas para desencadenar el proceso de impeachment, la turba fue espoleada y jaleada por el propio Trump. Incapaz ahora de contradecir el discurso mantenido -e impuesto a sus acólitos- durante meses, el presidente derrotado en las urnas se ve atrapado en una huida hacia adelante de la que parece no saldrá bien parado. Esa obstinación por no asumir la realidad o los errores propios no es nueva, sino que ha caracterizado todo su mandato y goza incluso de nombre propio: “covfefe”. En los primeros meses tras asumir el cargo, el mandatario escribía dicho término al final una de sus muchas publicaciones diarias. Y lejos de admitir lo que obviamente era un mistyping, el presidente alegó haberlo hecho totalmente a propósito, e incluso incitó a la gente a averiguar lo que significaba tal palabra. Lo que ciertamente significa la pseudo-palabra es una política muy pensada de desviación de la atención pública de sus manifiestos errores de gestión. O “covfefe” en el diccionario Trump: jamás aceptar la culpa. 

En todo caso, el aun presidente acabó retrocediendo, llamando a los asaltantes a retirarse a sus casas, no sin antes declarar que los quería y que eran “muy especiales”.  Ayer finalmente condenó la violencia del día de Reyes. Trump, como aquí en su momento cierto líder independentista, tensó demasiado la cuerda y frenó a sus masas en el momento en que ya se había alcanzado el supuesto objetivo, sabedor de que el aparato estatal se le vendría encima y tendría que pagar personalmente los platos rotos. Por eso, como el de nuestro prófugo más ilustre, el futuro del magnate no parece demasiado prometedor, asediado por el impeachment y previsible juicio en el Senado, repudiado por una parte de los suyos e invitado a retirarse por la otra (aquellos que pugnarán por el liderazgo del neotrumpismo sin Trump), y finalmente negado por muchos de los que ocuparon y asaltaron el día de Reyes el Capitolio, que lo acusan -como a Mike Pence- de no haber llegado hasta el prometido final. 

Una vez desalojado el Capitolio, y dentro de unos días también la Casa Blanca, la que le espera a Joe Biden -y por extensión al país de las libertades- no es tarea fácil. Por mucho que el ex presidente sea sometido a impeachment, lo cierto es no se puede juzgar a todos los estadounidenses que se ven -en mayor o menor medida- reflejados en la masa asaltante y en los eslóganes trumpistas. Esos muchos millones de votantes y ciudadanos no van a desaparecer por mucho que su venerado líder sea borrado de la escena pública. Se impone por tanto una labor de reconciliación con todos ellos, que ataque las causas del descontento y la rabia que invadían sus caras. Sin embargo, a la vista de la profundidad de las causas y del prolongado deterioro que ha motivado la situación actual, su remedio no parece tarea de un solo mandato, ni siquiera solo de un presidente, sino que debe ser objeto de un pacto lo más amplio posible, y extenderse en el tiempo de forma que comprenda a varias generaciones. 

En lo que a Europa concierne, mejor pongamos nuestras barbas a remojar, pues aunque las diferencias sociales a uno y otro lado del charco existen -y son muchas-, el incendio puede prender fácilmente si no se aprenden las debidas lecciones procedentes del primo americano.    


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