El nuevo Malí de Assimi Goïta: ¿Una verdadera transición?
Desde 2020, la República de Malí se enfrenta a una situación política que, tristemente, no resulta desconocida en sus sesenta años de independencia poscolonial, con un Gobierno instalado mediante golpe militar, una confrontación étnico-territorial entre norte y sur agravada por el yihadismo, una presencia extranjera desestabilizadora y una economía fuertemente debilitada por las sanciones y la pandemia.
Sin embargo, tanto sus promotores como ciertos sectores de la población apelan a la presencia de algunos elementos inéditos como muestra de un cambio profundo y positivo: la «liberación» de la dependencia francesa en beneficio de un reacercamiento a Rusia, la asunción de un panafricanismo alternativo al remplazar la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) por la flamante Alianza de Estados del Sahel (AES), o la reciente promulgación de una nueva Constitución que el país llevaba esperando treinta años.
En el presente artículo analizamos cómo está lidiando el Gobierno de Assimi Goïta con los graves problemas a los que se enfrenta el país, con el fin de descubrir si efectivamente nos encontramos ante una genuina transición o, por el contrario, los cambios operados tan solo representan, una vez más, la repetición lamentable de la historia.
Conflicto norte-sur
El entierro definitivo el pasado enero de los Acuerdos de Argel, con los que en 2015 se puso fin a la cuarta rebelión tuareg, cristalizó la profunda ruptura entre Bamako y los independentistas de la región norteña del Azawad. Los rebeldes, agrupados hoy en el Cuadro Estratégico Permanente, mantienen sus reivindicaciones de autonomía y descentralización del poder que les permitan colmar sus esperanzas de autogobierno, frustradas desde la misma independencia.
En el origen de las longevas disputas se encuentra el doble modelo de administración colonial. Francia desplegó una política de asimilación en Bamako y en el resto del territorio septentrional —negro, fértil y centro del poder—, mientras que en el norte —árabe/tuareg, árido y sin apenas presencia del Estado— se limitó a ejercer un gobierno indirecto, permitiendo a la población mantener sus propias normas e instituciones. Tras alcanzar la independencia en 1960, el enfrentamiento se hizo inevitable y, no en vano, originó sendas rebeliones tuareg en 1963 y 1990, aplacadas militarmente. El Pacto Nacional de 1992 y las promesas de descentralización y de integración de la milicia irregular en el ejército maliense no merecieron la confianza de los norteños, que emigraron masivamente a la Libia de Muamar el Gadafi.
Tras casi dos décadas de relativa paz, el golpe de Estado militar de 2012 traería de nuevo la inestabilidad al país. Los rebeldes, agrupados en el Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA), aprovecharon el vacío de poder para alzarse en armas contra el Estado. Paralelamente, la caída del régimen de Gadafi —tras la intervención militar bajo el paraguas de Naciones Unidas— provocó el regreso de miles de guerrilleros armados y radicalizados, que pasaron a integrar tanto el MNLA como la milicia islamista Ansar Dine. Aunque guiados por objetivos diferentes, la concertación entre ambos grupos les permitió lograr importantes conquistas territoriales, llegando incluso a declarar la independencia del Estado Islámico del Azawad (carente de cualquier respaldo internacional). Sin embargo, la cooperación entre ambas facciones fue problemática y breve, pues sus contradicciones de base —especialmente respecto de la aplicación de la sharía— les llevaron a enfrentarse en la Batalla de Gao.
La victoria de los yihadistas y su avance hacia el sur obligó a Bamako a pedir ayuda a Francia, que desembarcó en 2013 bajo mandato de la ONU con más de cinco mil hombres en el marco de la Operación Serval —más tarde Barkhane—, consiguiendo repeler la ofensiva y expulsar a los yihadistas hasta la porosa frontera norte con Argelia.
(c) TM1972 CC-BY-SA-4.0
La recuperación por el MNLA de algunas ciudades como Kidal o Tombuctú y los pactos de descentralización contenidos en los Acuerdos de Argel de 2015 parecieron poner fin al conflicto norte-sur durante algunos años. Sin embargo, las excesivas cesiones a los independentistas se encontraron precisamente entre los reproches al Gobierno de Ibrahim Boubakar Keita, siendo una de las causas de las movilizaciones generalizadas en su contra durante 2019 y, a la postre, del golpe de Estado de 2020 (y posterior auto-golpe de 2021) germen de la situación actual.
Lucha contra el yihadismo y nuevas alianzas
Pese a la retirada inicial de los grupos yihadistas gracias al empuje de las tropas francesas, lo cierto es que pronto recuperaron su importancia reubicados en las zonas del centro del país y curso del río Níger, representados principalmente por el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (vinculado a Al Qaeda) o el Estado Islámico en el Gran Sáhara (leal a Daesh). La pujanza de estos grupos trajo de nuevo la inestabilidad, no solo por los frecuentes ataques sino por el desplazamiento de masas de población que huían de los mismos y que eran rechazadas —a menudo, con enfrentamientos— por las poblaciones de destino.
La creciente violencia provocó las primeras disputas entre la Junta militar y Francia, especialmente sobre cómo combatir el terrorismo —y la distinta concepción del mismo, al incluir Bamako a los rebeldes del norte—. Las demandas de armamento y equipamiento militar no fueron satisfechas por París, razón esgrimida por el Gobierno para tornarse hacia Moscú, obteniendo del Kremlin el suministro de armas y de los efectivos paramilitares de Wagner. Las supuestas masacres cometidas por estos mercenarios en diversas poblaciones del norte, así como la tensión diplomática con París —materializada en la expulsión del embajador francés— acabaron de convencer a Emmanuel Macron, quien ordenó la definitiva salida de las tropas francesas de Malí a finales de 2022. De igual manera, las exigencias malienses provocaron el cese de la Misión de Naciones Unidas (MINUSMA) en diciembre de 2023 y, recientemente, el fin de la operación europea de entrenamiento de las tropas (EUTM-Malí). Con estas salidas, Bamako se ha orientado claramente a favor de Moscú, con quien ha suscrito importantes relaciones bilaterales, pero también se ha acercado a Turquía, que le proporciona los drones que le permitieron recuperar Kidal tras diez años en poder rebelde.
Las nuevas alianzas internacionales también han llevado a la Junta a repensar su posición en el ámbito regional. No en vano, su salida del G5 Sahel (foro estratégico antiterrorista que integraba junto a Burkina Faso, Níger, Mauritania y Chad) y, más recientemente, de la CEDEAO, responde a las fuertes presiones recibidas de esta organización regional (liderada por Nigeria) por la recuperación democrática tras los golpes de estado. Desde su llegada al poder, Goïta ha privilegiado fuertemente las relaciones con Burkina Faso y Níger, países en situación similar —tras sus golpes militares respectivos— con los que pretende materializar un patriotismo y panafricanismo alternativo al de la CEDEAO a través de la nueva Alianza de Estados del Sahel, de propósito inicialmente militar —no en vano, ya se ha dotado de una fuerza antiterrorista común—. Sin embargo, sus componentes no renuncian a una mayor integración política —que, de momento, ya les ha llevado a proclamar una confederación y, ulteriormente, debe conducirles hacia la federación—, e incluso económica —habiendo proclamado entre sus objetivos principales la creación de una divisa alternativa al Franco CFA—.
Transición política y económica
El nuevo Gobierno militar ha tratado durante meses de consolidarse mediante una llamada a la reconciliación nacional de todas las facciones políticas. Sin embargo, dicha buena voluntad presenta importantes carencias desde el origen, al dejar fuera a los grupos del norte, a los que la Junta tacha de yihadistas.
(c) Jeune Afrique
Aunque centrado en Bamako, el Gobierno de Assimi Goïta no propugna una ideología muy específica, más allá del patriotismo, la lucha contra el yihadismo, el panafricanismo «desde abajo» y el anticolonialismo populista que le conviene agitar y con los que consigue de momento el respaldo de la población. De hecho, durante meses la población no se ha opuesto visiblemente al mantenimiento del Gobierno militar, al considerarlo un instrumento necesario para consolidar la paz y obtener la estabilidad necesaria tras una década convulsa.
A esta imagen de progreso e innovación democrática habría contribuido la nueva Constitución adoptada mediante referéndum a mediados de 2023, y que se caracteriza por un sistema presidencialista con limitación de mandatos, una asamblea bicameral que atribuye más participación a las regiones y un sistema judicial que conjuga los tribunales ordinarios con el reconocimiento de las autoridades tradicionales. Además, proclama esa aspiración panafricanista de la Junta, reconociendo la posibilidad de ceder soberanía a través de acuerdos de asociación o integración «con objeto de realizar la unidad africana».
A pesar de los avances democráticos sobre el papel, los continuos retrasos en la convocatoria de elecciones presidenciales pueden alterar considerablemente la situación de estabilidad social. Inicialmente previstas para febrero de este año, ya en noviembre de 2023 fueron pospuestas sine die por la Junta, que alegó entonces problemas técnicos en la implementación de las instituciones derivadas de la nueva Constitución y el «secuestro» del censo electoral por parte de una empresa francesa. Aunque estos problemas parecen resueltos hoy, no existe aún fecha para la elección de un nuevo presidente. Y ello a pesar de que el pasado 26 de marzo expiró el plazo en que el periodo de transición debía finalizar, según un decreto firmado por el propio Gobierno en 2022. Durante meses, varios líderes manifestaron abiertamente su exigencia de que el Gobierno convoque elecciones cuanto antes, a lo que la Junta reaccionó suspendiendo temporalmente la actividad de los partidos políticos, tras haber disuelto también la principal organización estudiantil y la importante asociación de seguidores del influyente imam Mahmoud Dicko.
Al malestar político se sumaría además la nefasta situación económica derivada de la pandemia y las sanciones internacionales (ya levantadas), que causa en la ciudadanía importantes dificultades como la fuerte inflación, los continuos cortes de electricidad o los impagos a los funcionarios. No en vano, pese a mantener tasas de crecimiento moderado basadas en la actividad cerealística, algodonera y minera (extracción de oro) y un importante volumen de remesas que envía una de las diásporas más cuantiosas del continente, la economía maliense sigue viéndose lastrada por una tasa de pobreza extrema del 20,8% (2021) de la población, y una posición 188 (de 193) en el Índice de Desarrollo Humano, sin que la Junta haya sabido hasta el momento adoptar medidas suficientes para revertir la grave situación.
Conclusión
“Crear todos juntos las mejores condiciones de una transición política civil que conduzca a unas elecciones generales creíbles, para el ejercicio de la democracia a través de una hoja de ruta que ponga los cimientos de un nuevo Malí". La loable declaración de intenciones de la Junta impuesta mediante autogolpe de Estado en 2021 parece estar deshaciéndose a pasos acelerados, antes incluso de cristalizar en un experimento mínimamente democrático. Su cada vez mayor aislamiento, tanto externo —tras expulsar a los socios occidentales en beneficio de Moscú— como interno —al marginar y atacar a las poblaciones del norte y suspender de forma indefinida las elecciones y la actividad de los partidos políticos—, recuerda a los peores momentos del país y afecta gravemente al bienestar de la población, que comienza a sufrir la desastrosa escena política y económica.
En el plano internacional, pero sobre todo ante su propia opinión pública, Goïta y su Junta tendrán grandes dificultades para defender un intento de transición diferente, o apelar a un «modelo propio» poscolonial, si éste se basa en un ejercicio abusivo y demasiado prolongado del poder en detrimento de la propia población, imponiendo una deriva autoritaria y antidemocrática que restringe cualquier participación política —o directamente la excluye, en el caso del Azawad—, incorpora elementos extranjeros de muy dudosa reputación, y repercute finalmente en un empeoramiento generalizado de la situación económica.
Resta por ver, por tanto, si la Junta retornará a una senda democrática que legitime realmente su supuesto proyecto de emancipación de corte panafricano o si, apoyado en sus nuevos socios, será el enésimo ejemplo de gobierno personalista y autoritario, otras veces visto —lamentablemente— en la independiente República de Malí.
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